Trigo limpio by Juan Manuel Gil

Trigo limpio by Juan Manuel Gil

autor:Juan Manuel Gil
La lengua: spa
Format: epub
editor: Seix Barral
publicado: 2021-02-15T12:30:00+00:00


Diecisiete

Plano. Cuarto pasadizo. A lo largo de la costa de Almería, se distribuyen más de una veintena de búnkeres construidos durante la Guerra Civil. Son fortificaciones de hormigón armado, de baja altura, que servían como refugio durante los bombardeos y para la defensa con pequeñas piezas de artillería. En alguna ocasión, la Administración ha amagado con protegerlos. De hecho, si no recuerdo mal, los incluyó en el inventario de Patrimonio de Inmuebles de Andalucía. La realidad, en cambio, es otra bien distinta. Hoy en día siguen abandonados al inagotable paso del tiempo, ocupados por peregrinos, utilizados como cagaderos de bañistas y decorados con pintadas procaces y políticas.

En la playa de mi barrio, en línea con el extremo este de la pista de aterrizaje del aeropuerto, se alza tímidamente uno de esos búnkeres. Y tiene una singularidad que lo distingue del resto. En el suelo hay un agujero que conduce a un pasadizo de unos veinticinco metros, que en su momento hizo las veces de refugio cuando las cosas se ponían muy feas. Es una galería ganada a esa tierra tan salina, con dos bancos continuos a cada lado, y al fondo una especie de hornacina donde, según los mayores del barrio, colocaban una pequeña talla de la Virgen del Carmen como infalible escudo antimisiles.

Ese búnker, por el sitio en el que está, aún hoy se emplea como punto de señalización de pescadores. Es decir, cuando un barco se echa al mar y quiere dar con tal o cual caladero, lo que hace es alinear el búnker con una o dos marcas —un repetidor de radio, la cumbre de un cerro, una muesca en la sierra— que estén mucho más retrasadas. Cuando se produce esa mínima alineación de las referencias, se ha llegado a destino y es el turno de las artes de pesca. Cada patrón de barco tiene su entramado de líneas y combinaciones, que, por lo general, jamás revela a nadie, salvo que la muerte le esté mordisqueando los dedos de los pies.

El primer verano que Simón pasó en el barrio, lo animamos a que se viniera a bucear de buena mañana. La zona del búnker era muy rica en pulpos, jibias y gran variedad de peces, y, quitando los primeros cinco metros en los que rozábamos con el pecho una alfombra de erizos y anémonas, todo era disfrutar del agua cristalina y de la luz fracturándose en mil rayos. Era una propuesta irrechazable. Nosotros le prestábamos todo: unas buenas gafas de cristal templado, un tubo, unas aletas y un tridente. Pero cuando se asomó al agua y vio que los erizos se contaban por centenares, nos dijo que no entraba ahí ni con una armadura que le cubriese todo el cuerpo. Como era muy temprano, hora propia para estos quehaceres submarinos, ni le rechistamos, la verdad. Nos calzamos el equipo y, después de persignarnos, nos echamos al agua con la esperanza de que la mañana nos fuera propicia.

De vez en cuando, entre zambullida y zambullida, levantaba la cabeza y dirigía la mirada hacia la orilla.



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